Crecí en dos hogares. Un departamento clasemediero en la Narvarte con dos recámaras, un baño completo, una sala enorme y un clóset (que siempre era un gran escondite) que me daba cobijo la mayor parte del tiempo. Y una casa en Cuajimalpa con tres recámaras, dos pisos y hasta cantina que me tocaba visitar sólo los fines de semana.
Obviamente mi mamá –con quien vivía en el departamento– se rehusó toda mi infancia a darme una mascota. Mi hermana se conformaba con tortugas o peces beta que honestamente siempre me parecieron un adorno más (¿qué trucos podía hacer una tortuga más que trepar una cortina y llegar a la cima en una semana?). Siempre que le pedía un perro me contestaba lo mismo: “O el perro o tú”.
Por su parte, mi papá decidió que desperdiciar su enorme casa en un enorme condominio horizontal no era la mejor decisión y adoptó a una pequeñita y bastante histérica Schnauzer que le robó el corazón.
La Schnauzer gris siempre me ha observado como una extraña, una visita quincenal que le hace un par de cariñitos –cuando está bañada– y le dice “ya, suficiente” cuando quiere seguir en la computadora. El enorme Golden Retriever de mi tía me causaba pesadillas cada que la visitaba (era un metro más alto que yo). La ruidosa Pomeranian de mi abuela me desesperaba y sacaba a relucir lo más desagradable e impaciente de mí.
Mi vida ha seguido su curso en un hogar con las mismas características que hace veinte años: un departamento pequeño que no admite mascotas. Nunca he aprendido a vivir con mascotas y eso me quita como veinte puntos de experiencia en el mundo. Pero siempre estarán ahí mis Nintendogs y Pokémon… ¡Pikachu, yo te elijo!
*Hola. Soy Ana Rolón. Me gustan los cubos Rubik. Como mi apellido es una gran canción, a cada texto le sugeriré una rola –que yo considero grande– para acompañar (¡a ver si les gustan!).
Cómo evitar el hambre entre comidas Siguiente Drama:
Video: mascotas + yoga= mucha diversión