Por Ana Rolón
No quiero ser la colaboradora de los “nuncas”, pero es que otra vez les vengo a contar de cómo jamás he tenido un roomie. Y pues como no tengo mucho qué decir al respecto (porque aún no vivo la experiencia de gritarle a alguien “¡QUE NO DEJES EL CARTÓN DE LECHE VACÍOOOOO!”), decidí que esta editorial más bien se va a va a tratar de la roomie que siempre quise tener.
Afortunadamente esa roomie tiene nombre (y no, no es una amiga imaginaria): Daniela Valdés. Ella tiene veinticuatro años -como yo-, vive en la Ciudad de México, estudió diseño de modas y es una guapísima. Crecí en el mismo edificio que ella, en la divina Narvarte allá en los noventa. Vivíamos a unas cuantas escaleras de distancia, y eso definitivamente marcó mi infancia.
Dani es mi prima pero también mi hermana. Ella es a la que le confiaba hasta mi más oscuro secreto. Ella fue la que presenció cómo casi me desangro después de romper una ventana. Ella también lloró conmigo con El zorro y el sabueso. Con ella me aprendí el guión completo de Juego de gemelas y la interpretamos una y otra vez (ella siempre fue Annie y -obviamente- yo Hallie). Junto a ella fui conociendo el doloroso proceso de crecer y descubrir que es mucho más fácil ser escuinclas.
Siempre quise creer que tener una prima tan cercana y de mi edad, era casi como tener una gemela (sin el molesto hecho de ser confundidas todo el tiempo). Me sentía reteafortunada de tener a alguien que entendiera a la perfección mis dramas y que hasta los estuviera viviendo también. Gracias Dani por gritar, llorar, reír, ¡bailar!, jugar y vivir tu infancia conmigo.
Desde niñas soñamos con vivir juntas, imaginábamos cómo sería nuestra casa, qué electrodomésticos iban a estar en la cocina y hasta cómo adornaríamos la sala. A veces nos escapábamos a alguna tienda departamental, subíamos al piso de Hogar y enlistábamos qué teníamos que comprar (y qué no). Sabíamos que sería el lugar donde más lloraríamos por niños, donde siempre olería a perfume y donde las chick flicks tendrían un valor especial. Lo mejor era que siempre estaríamos una para la otra, estábamos completamente seguras de que cuando llegáramos a casa, estaríamos ahí.
Crecimos con caminos (y códigos postales) muy diferentes. Nuestro sueño de compartir casa se fue alejando cada vez más conforme pasaban los años. Ya no compraré saleros y pimenteros de metálicos para mi casa, sino para regalárselos a ella. Pero de una cosa estoy cien por ciento segura: mi cómplice de travesuras sigue ahí, sólo que ahora está a un WhatsApp de distancia.
*Hola. Soy Ana Rolón. Me gustan los cubos Rubik. Como mi apellido es una gran canción, a cada texto le sugeriré una rola –que yo considero grande– para acompañar (¡a ver si les gustan!). Esta vez, esta canción es dedicada a Dani.
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