Después de la vista, estoy convencida de que el olfato es el sentido que más «brilla» en un viaje, cada ciudad tiene un olor especial. La primera vez que sales a la calle y respiras profundo, automáticamente lo identificas. Israel huele a nuevo, y esto no sé exactamente cómo explicarlo pero sé que lo entienden.
La primer bocanada de aire fresco me supo a gloria, por fin llegamos a Tel Aviv después de más de 20 horas de viaje y todavía nos esperaban 40 minutos más de carretera a Jerusalén.
Estamos muy cansados, pero una luna roja prácticamente llena (la más roja que he visto en mi vida), iluminó nuestro camino.
El viaje fue toda una aventura… Del tramo México – Nueva York, lo que más rescato fue que había WiFi en el avión, lo cual me pareció la experiencia más «Supersónicos» que he vivido después de haber probado los Google Glasses. Obviamente, Ley de Murphy, cuando tengo 5 horas para pelotudear y no hacer absolutamente nada más que chatear y ponerme al día, no mandan mails y nadie está conectado en el chat porque era día feriado.
En fin… La verdadera aventura empezó en el vuelo Nueva York – Tel Aviv. La aerolínea en la que viajamos es EL AL, digamos que es la bandera de Israel en lo que a viajes se refiere. El servicio es extraordinario, la gente es sumamente atenta (y digo esto con conocimiento de causa porque no se entiende el inglés que hablan y te das a entender más por señas que por idioma). Toda la comida que sirven es Kosher y (aunque usted no lo crea), el servicio es abundante. Para ser comida de avión, realmente comes muy bien.
Después de la cena tuve un afortunado y planeado blackout de 7 horas patrocinado por mi queridísimo Lexotán (gracias al cual, puedo escribirles este post porque logré dormir y llegar sincronizada con el horario). En las horas restantes de vuelo, tuve la oportunidad de ver a los paisanos ortodoxos (que era el 50% de los pasajeros) pararse a hacer sus rezos (lo cual puede ser un shock cultural por la intensidad con la que lo hacen).
Yo solo los miré… y los miré… y los miré…. y confieso que me quedé un poco tranquila pensando que el «Whatever» (como a Cristina y a mí nos gusta dirigirnos a esa fuerza religiosa suprema que nos creó y nos cuida, protege, etc…), estaba teniendo muchas peticiones en ese vuelo para que llegáramos con bien a nuestro destino.
Pude platicar con mi compañero de vuelo, Kory, un Israelí adorable de unos 45 años. La plática empezó porque estábamos a media hora de aterrizar y me pidió que abriera la ventana, nunca se me va a olvidar lo que me dijo: «Para nosotros es muy importante ver nuestra tierra y sentirnos cerca de ella. Es el único lugar al que podemos llamar nuestro hogar y por eso la amamos y cuidamos tanto. Fíjate en la cara de la gente alrededor cuando el avión aterriza». Así lo hice y Kory no podía tener más razón, la gente se veía en paz, se le veía realmente feliz de estar en casa.
Por la hora en que llegamos, solamente pudimos ir a cenar. «Solamente» nos prepararon prácticamente todo el menú de uno de los mejores lugares de Jerusalén: Chakra. Ilán, el chef, se desvivió atendiéndonos y me dejó entrar (literal) hasta la cocina para conocer a todo su equipo.
Son muy pocas horas las que llevo en Israel, pero pese a los miles de kilómetros recorridos, no me siento una extranjera en este lugar.
Mañana será otro día, Jerusalén me espera…
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